Hay un rasgo que caracteriza a la inmensa mayoría de las emisiones de bonos verdes: la demanda suele superar holgadamente la oferta, lo que prueba el creciente interés de los inversores por intentar obtener rentabilidad gracias a productos financieros que, al menos en teoría y en diversos grados, apuestan por la lucha contra el cambio climático.
También es un hecho que el volumen de esas emisiones lleva años creciendo a tasas significativas, aunque es conveniente recordar que es más fácil hacerlo cuando el punto de partida es bajo. Por ponerlo en contexto, la nueva deuda sostenible (es decir, no sólo la dirigida a lo ambiental, sino también a lo social y al buen gobierno corporativo) representó en 2022 sólo el 5% del mercado global de bonos.
¿Qué son y cómo funcionan los bonos verdes?
Pero hecha esta salvedad, ¿Qué son específicamente los bonos verdes? Pues un producto de renta fija emitido por entidades públicas o empresas privadas cuyo importe ha de dedicarse a financiar una tipología tasada (o regulada) de iniciativas: entre algunas otras, de energías renovables, eficiencia energética, prevención y control de la contaminación, la gestión sostenible de los recursos naturales y el uso de la tierra, el transporte limpio, la conservación de la biodiversidad y la economía circular. Los compradores de los bonos obtienen a cambio una rentabilidad en un plazo, en ambos también predeterminados. A los emisores les puede mover un estricto y genuino interés por el problema climático o aprovecharse de la creciente concienciación de la opinión pública acerca de la gravedad del mismo para capturar fondos y utilizarlos de forma digamos heterodoxa, pagando a la postre justos por unos pocos pecadores.
Los ortodoxos han de enfrentarse al menor apoyo mostrado últimamente por las grandes gestoras de fondos globales a las medidas de descarbonización de sus empresas participadas en un contexto, además, inflacionista y de tipos altos como el actual. Si se añade a todo ello la acción combinada de pillos, negacionistas y retardistas, así como el riesgo de minusvalorar precisamente los daños del cambio climático sobre la naturaleza, no se puede descartar la eventualidad de que la deuda derivada de estos bonos termine devaluándose.
¿Cuál es la situación de los bonos verdes en España?
Sea como fuere, en los últimos años España se ha hecho un hueco en el top-10 de los emisores mundiales de bonos verdes, frecuentando el séptimo lugar. Además, van a estar obligados desde hace poco están obligados a ser absolutamente transparentes e informar periódicamente, y con detalle, del destino del dinero recaudado. Sin embargo, no hay que olvidar que quienes compran estos instrumentos financieros son, primordialmente, inversores institucionales. La ciudadanía de a pie con conciencia ecológica y voluntad de ganar dinero acude a otras vías, siendo la principal los fondos de inversión sostenibles o ESG.
Es aquí donde los reguladores supranacionales y nacionales aún trabajan para poner orden en un mercado algo asilvestrado y, de paso, destierren definitivamente el eco-postureo, lavado verde o greenwashing; y la única vía para ello se puede resumir en una palabra, métricas; estandarizadas, claras y objetivas.
La UE, por ejemplo, lleva años en esa tarea, y uno de los hitos destacados del proceso fue establecer dos tipos de fondos sostenibles: la primera, para los más genéricos (conocidos como los del artículo 8) y los pata negra (artículo 9). Cuando se puso a reglamentar esta división, las gestoras retiraron el 40% de la categoría fetén y los alojaron, siquiera de manera temporal, en la menos ambiciosa. Arguyeron, no sin parte de razón, que no sabrían a qué atenerse hasta que la Comisión concretara las reglas del juego; pero, al mismo tiempo, de esta forma admitían implícitamente que en estos años han estado comercializando etiquetas ESG con demasiada ligereza. O, como se puede leer en otros titulares recientes (ambos del diario económico Expansión), “los economistas ven ‘irreal’ el aluvión de empresas que dicen ser sostenibles” o “los bonus ESG de las empresas alertan a los inversores”, por aportar otros elementos de conflicto.
Volviendo a los fondos, el regulador europeo de los mercados (ESMA) llegó a estimar a finales de 2022 que el 80% de los fondos que han estado presumiendo de la mayor auto-exigencia en su política de inversión perderán tal condición cuando las nuevas reglas entren en vigor.
De hecho, la ausencia hasta ahora de métricas globales ha fomentado el florecimiento de una industria del dato ESG compuesta por un sinfín de compañías, cada una con su propia metodología y sus propios rankings. El resultado, de nuevo en boca de ESMA, es que los tres principales proveedores de datos sólo coinciden en un 20% de los casos a la hora de otorgar a los fondos la categoría de sostenibles.
Quizás por todo lo anterior y mientras no cambien las cosas, la tan necesaria inversión sostenible, especialmente privada, atrae en mucha mayor medida a los asesores financieros españoles que a sus clientes (diario Expansión del 22 de enero pasado).